lunes, 5 de junio de 2017

El Jacarandá

Cuando los españoles comenzaron a poblar Corrientes, trayendo consigo a sus familias, vino a habitar este suelo un caballero que traía consigo a su hija. Una bella jovencita de escasos dieciséis años, de tez blanca, ojos azul oscuro y negra cabellera. Se instalaron en una zona no muy retirada de la ciudad de las Siete Corrientes, en una reducción donde los jesuitas cumplían su misión evangelizadora y civilizadora, enseñando no sólo el amor a Cristo sino también a cultivar la tierra a los guaraníes. 

Entre los jóvenes que compartían el espacio católico se distinguía Mbareté, un robusto veinteañero alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón, como queriendo arrancar de sus entrañas toda su riqueza y sus secretos. Una tarde en que Pilar - la joven española - salió a caminar en compañía de una doncella que la servía, vio a Mbareté se enamoró de su apostura, su elegancia.
El aborigen también la observó con disimulo al principio, con desenfado después. Admiró su blanca piel, su negro cabello y el color de sus ojos. El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada, pero Mbareté la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos arbustos. El joven buscó la forma de que el misionero jesuita le asignara tareas cerca de las casas y, en silencio, hurgaba por cuanta abertura había para poder ubicar a la joven. Pilar, quien tampoco podía borrar de su retina la imagen del muchacho. No podía olvidar lo hermoso que le pareció con su torso desnudo, cubierto de gotas de sudor que le parecían chispas del Sol que se le pegaban al cuerpo, al estar realizando su rudo trabajo.

No pasó mucho tiempo para que un día Pilar y Mbareté se re-encontraron. Esta vez las miradas fueron largas y profundas. Tan profundas que - sin palabras - se adentraron en el espíritu de ambos, mutuamente. Mbareté pidió al sacerdote que le enseñara el castellano, y se esmeró para aprender rápido todas aquellas palabras que le sirvieran para expresarle a Pilar el amor que le tenía desde el primer día. 
Llegado el momento buscó la forma para encontrarla a solas y poder hablarle. Esa oportunidad llegó cuando halló a la joven rodeada de niños a quienes les enseñaba el catecismo. El joven se acercó al grupo y sin musitar palabra permaneció observándola hasta que los niños se fueron. Entonces, Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le habló en español - balbuceante, al principio - para confesarle su amor. Pilar se ruborizó, se sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus hermosos ojos azules y su cálida sonrisa la traicionaron; y el joven pudo comprobar que era correspondido. 
Los encuentros se repitieron, siempre a escondidas por el rechazo al mestizaje. Un día Mbareté le propuso huir juntos, lejos, donde su padre no pudiera encontrarlos. Le habló de construir una choza junto al río y allí, unir sus vidas. Pilar aceptó, y cuando la choza estuvo concluida, amparándose en las sombras de la noche que Yasy brindó con complicidad, escapó con su amado.

A la mañana siguiente, el padre de Pilar salió en una búsqueda infructuosa de su hija. Hizo averiguaciones, y alguien de la reducción le comentó que la habían visto frecuentemente en compañía de Mbareté, quien también había desaparecido. Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo ayudaran a encontrar a la pareja, y fuertemente armados comenzaron la búsqueda. Pasaron varios días hasta que descubrieron la choza junto al río. Sigilosamente, tomaron posiciones para observar a sus moradores. Así vieron llegar a Mbareté en su canoa, quien volvía de pescar; y también observaron cuando Pilar salió a recibirlo. 

El padre de la joven no resistió la tierna escena de los amantes abrazados y salió de su escondite gritando el nombre de su hija y apuntando con su arma al muchacho. La joven vio el fuego de odio en los ojos de su padre y comprendió lo que cruzaba por su mente. Trató de evitarlo; explicar su actitud y sentimientos, pero el español siguió avanzando con el dedo en el disparador. Pilar se interpuso entre los dos hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada. El plomo atravesó su pecho teniéndolo de rojo, mientras caía fulminada por su propio padre. 

Mbareté quedó atónito, tieso, sin atinar a defenderse. Una segunda llamarada y estallado rompió la paz; el disparo le dio en plena frente y el joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada. El padre, dolorido e indignado, no se acercó siquiera a los cuerpos yacentes e instó a sus compañeros a volver a la reducción. Esa noche, la imagen de su hija no pudo apartarse de su mente, y con las primeras luces del alba, inició el camino hacia el lugar donde tan tristemente terminara ese amor tan grande que motivó que los jóvenes para olvidar y romper con sus diferencias de raza.

Cuando llegó a la choza, el español no halló restos de la tragedia y en el lugar, donde la tarde anterior yaciera la pareja - sin que existiera algún rastro de sangre derramada - se erguía un hermoso árbol de fuerte tronco y cubierto de flores celestes que se mecían suavemente con la brisa. El hombre tardó en comprender que Dios había sentido misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde todas y cada una de las azules flores del Jacarandá.

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